Hoy la tostadora amaneció con el cable cruzado

 

El mismo pan de siempre, el mismo tiempo de tueste, la misma rutina. Pero algo falló. No solo me escupió el pan a la cara, sino que además lo devolvió pasado por el mismísimo infierno: negro, crujiente hasta lo amargo.

Yo me quedé quieto, desconcertado, como quien recibe una respuesta inesperada de alguien con quien ya no contaba para las sorpresas.

Me pregunté qué había pasado.
Si había dicho algo inadecuado.
O peor aún: si no fue lo que dije, sino lo que no dije.

Y entendí, al final, que todos tenemos días malos. Incluso las tostadoras.
Así que, antes de dejar que el ego demoníaco me empujara a responder con la misma moneda —a devolver la tostada con saña y lanzarle reproches—, tomé aire.
Lo mantuve todo lo que pude.
Y al soltarlo, exhalé también el veneno que corría por mis venas.

Solo entonces me incliné hacia ella, con voz serena, y le pregunté:

— ¿Estás bien?

La tostadora no me contestó.
Pero por esas ranuras notaba puñales hacia mi ser, una tensión caliente que me descolocó.
Así que permanecí en silencio a su lado, esperando.
Convencido, no sin esfuerzo, de que no era por mí… sino por ella.

Algo le pasaba.
Quizá una miga atascada, un pan demasiado duro, un uso inapropiado. Quizá un motivo que no era mío, ni tenía por qué serlo.

Así que ahí me quedé, en silencio a su lado, resignado, paciente, dispuesto a esperar a que ella quisiera explicarlo.
Porque hay días en los que uno no puede hacer nada más que eso: quedarse cerca, callado, recordándole con su sola presencia que no está sola.

Uno nunca sabe si ese simple gesto —esperar junto a alguien, sin exigir nada— es justo lo que la hace querer volver a tostar.

Y es que, en el fondo, sé que si yo fuera la tostadora… más de uno no iba a desayunar dignamente hasta que el sol amaneciera por el oeste.

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