Tostada para mi hernia.

 Ayer el médico me miró con la seriedad de quien te va a dar el parte meteorológico del apocalipsis, pero esta vez, para variar, la cosa no pintaba mal:

—De la tripa vas mejor, el linfoma no da señal.
Yo asentí como el que se entera de que han subido el precio del pan: ni frío ni calor. A estas alturas, cualquier parte en el que no salgo como finado, me parece aceptable.

Pero la vida, que nunca quiere que te relajes, me tenía preparada una de esas sorpresas de saldo: una hernia de hiato.
“Perfecto”, pensé, “justo lo que le faltaba a mi colección.”
Eso y una estampita de San Reflujo, patrón de los que desayunan de pie mirando la vida pasar.

Le pregunté a la tostadora, porque aquí el consejo médico ya me aburre:
—Oye, ¿tú sabes lo que es una hernia de hiato?

La tostadora, fiel a su papel de gurú doméstico, ni se inmutó.
Solo encendió la luz y soltó la tostada con ese crujido que en mi casa equivale a un “te lo dije”.

—Yo sólo me preocupo de no quemar el pan —pareció decir—. Vosotros, los humanos, siempre dándole vueltas a lo que se os atraganta. ¿Has probado a desayunar agua del grifo?

Ahí lo tienes, el secreto de la longevidad: resignación, sarcasmo y mucha fibra.
Me veo dentro de cinco años, con la hernia dando guerra, el linfoma calladito y la tostadora de testigo en todos mis milagros y tragedias.
Lo de menos es el meteorito.
La verdadera amenaza es que se acabe el pan integral en festivo.

Así que aquí sigo, desayunando con prudencia, brindando con omeprazol, y mirando al cielo solo para comprobar que sigue sin caer nada interesante.
Por lo demás, bien. 

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