El día que el meteorito no llegó

 

Hoy, mientras esperaba que saltara la tostada, he sentido esa extraña inquietud de los lunes disfrazados de martes: el rumor sordo del apocalipsis, pero con sabor a pan de molde barato. Hay quien teme al meteorito; yo, en realidad, temo más a quedarme sin café.

—Oye, tostadora, ¿a ti te asusta el meteorito, ese que nunca llega pero que todos citan como si fuera el cuñado que promete pasarse por Navidad?

La tostadora, impasible, ha hecho lo que sabe hacer: calentar el pan y mantenerse en silencio. Un silencio eléctrico, como el de la gente decente cuando no tiene nada bueno que decir. Hasta que, con un “clac” casi existencial, ha soltado la tostada, demasiado crujiente para mi gusto, como suele pasar cuando me pongo filosófico.

—Los meteoritos son para los humanos —ha dicho, o eso me ha parecido oír entre el humo—. Yo aquí solo me preocupo de no fundir los plomos y de que no me cambien por una freidora de aire. Vuestro apocalipsis me da igual: yo vivo a saltos, un poco como tú.

He mirado la tostada, más negra que dorada, y he sentido que, en el fondo, el meteorito es lo de menos. La catástrofe ya viene de serie: basta con leer las noticias, abrir el correo, recordar que te quedan dos días de vacaciones o que el pan se ha acabado y es festivo.

Al final, lo único urgente es no dejar la mantequilla en la nevera del apocalipsis. Y si cae el meteorito, pues mira, que me pille desayunando, con la tostadora encendida y las expectativas al mínimo.

La vida, como el pan: casi nunca sale en el punto justo, pero igual te la comes.
Mañana, si no ha caído el meteorito, le pregunto a la tostadora por el amor. Aunque para eso sí que no hay resistencia suficiente.

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